martes, 16 de febrero de 2010

Ojos negros: última parte

La propiedad en la que residía John O’Leary era enorme; una casa de dos plantas rodeada por varios árboles y con una galería en el frente en donde enormes macetas de barro contenían una variedad de flores perfumadas y coloridas.
El trayecto había transcurrido en absoluto silencio; Marie había preparado su maleta y se había despedido de su tío con un frío adiós. John O’Leary no le había quitado los ojos de encima durante el viaje y Marie se preguntaba que significaba el hecho de que aquel hombre se la hubiera llevado a vivir con él. Marie estaba dispuesta a trabajar de lo que sea, cualquier cosa era preferible que regresar con su tío.
Él la acompañó al interior de la casa y le ordenó a su mayordomo que llevara sus maletas a una de las habitaciones principales; fue entonces cuando Marie se inquietó.
-Señor O’Leary –alzó la mirada hacia él y se topó con unos ojos intensamente negros que no dejaban de observarla con demasiada atención-, no creo que sea conveniente que duerma en…
John no le permitió continuar.
-Dormirás en una habitación junto a la mía, Marie –le dijo él bajando el tono de su voz.
Marie comprendió la magnitud de la situación y lo equivocada que había estado; había pensado que viviría en aquella casa como una criada, pero ahora sabía que John O’Leary efectivamente la había comprado. Se sintió aturdida al comprobar que aquel hombre no resultaba tan diferente a su tío.
-No… -retrocedió unos pasos con la clara intención de salir corriendo.
-¡Espera! –John la asió del brazo y la apretó contra su cuerpo-. No voy a hacerte daño, sólo quiero que entiendas que no te he traído para que seas mi criada…
Marie intentó soltarse pero él era más fuerte, además la extraña sensación que atornillaba los músculos de su estómago le impedía siquiera dar un paso.
-¡Usted me ha comprado! –le gritó consternada.
-Sé que eso es justamente lo que parece, Marie, pero créeme, mi única intención era alejarte de tu tío –apoyó una de sus manos en el hombro de Marie-. No quiero asustarte, pequeña. Vivirás en esta casa como una invitada; podrás ir y venir a tu antojo, puedes ocuparte del jardín si quieres o supervisar la cena; jamás te exigiré nada; te lo prometo –John reprimió el inmenso deseo de besarla que lo embargó.
Marie podía sentir su aliento tibio golpeando contra su rostro y cuando miró sus ojos negros supo que él estaba siendo sincero con ella. Apenas conocía a John O’Leary pero esos ojos tan intensamente oscuros no podían estar mintiéndole.

Esa noche para la cena, Marie se vistió con su mejor vestido, el mismo que usaba para asistir a misa cada domingo. La seda color azul Francia resaltaba el tono de sus ojos y cuando John la vio entrar al comedor no pudo evitar sentirse sobrecogido. Marie era una muchacha hermosa; irradiaba dulzura, su piel era pálida y él se la imaginó suave al tacto; llevaba el cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza y unos mechones caían descuidadamente sobre la frente otorgándole un aire de niña. Una niña en un cuerpo de mujer pensó John mientras ella se acercaba. Se preguntó entonces cuántos años tendría exactamente; él había cumplido los treinta hacía apenas un mes y ya era un hombre viudo. Su esposa había muerto a la temprana edad de veinticinco años a causa de una neumonía y lo había dejado solo.
La invitó a sentarse y la cena trascurrió en medio de una amena conversación en donde Marie le había contado de sus sueños de convertirse en maestra y él le había hablado de sus tantos viajes a su Irlanda natal. Había quedado de lado, al menos en ese momento lo sucedido con su tío.
Luego, John la invitó a dar un paseo por el jardín y ella aceptó a pesar de tener cierto recelo. John O’Leary la miraba con tanta intensidad que lograba inquietarla y la marea de sensaciones que experimentaba cada espacio de su cuerpo la asustaba. Era la primera vez que un hombre provocaba que sus piernas comenzaran a temblar de repente y que su corazón se desbocara dentro de su pecho.
-Marie… -él detuvo su andar de repente y se acercó a ella.
Ella se quedó quieta; sus ojos azules se alzaron hasta cruzarse con los de John. Marie vio ternura en su mirada y no hicieron falta las palabras; los labios entreabiertos y trémulos de Marie lo invitaron a acercarse más.
Cuando la experimentada boca de John O’Leary rozó la pureza de sus labios, Marie creyó que perdería la consciencia en ese preciso momento. Él la estrechó entre sus brazos al mismo tiempo que sus lenguas se unieron en un movimiento sincronizado y sensual. Los brazos de John bajaron hasta los costados de Marie y ella se apretó contra él. Las pequeñas manos de Marie se apoyaron en el pecho musculoso del hombre que ahora la besaba por primera vez y sumida en una nube de pasión se dejó llevar, guiada por lo que él le hacía sentir.

Marie se despertó a la mañana siguiente con una sonrisa de oreja a oreja; la noche anterior ella y John se habían besado apasionadamente en el jardín y aún podía sentir el sabor de sus labios en los suyos. Se estiró debajo de las sábanas de lino y de un saltó se puso de pie. Se moría de ganas de verlo; quería volver a sentir su cuerpo vigoroso pegado al suyo y aspirar el perfume de su loción. Sabía que no estaba bien lo que sentía por John sobre todo cuando hacía apenas un día que lo conocía pero no podía evitarlo; él, con sus intensos besos y caricias y en tan solo un instante le había enseñado lo que era la pasión.
Se vistió de prisa y bajó a la sala, allí encontró al mayordomo.
-Seth, ¿no se ha levantado el señor O’Leary aún? –preguntó sintiéndose extraña se llamarlo señor cuando la noche anterior se había derretido entre sus brazos.
-El señor salió de viaje por asuntos de negocio señorita Stone y no dijo cuando regresa –le anunció el viejo mayordomo sonriéndole.
¿De viaje? ¿Por qué no le había dicho nada la noche anterior? ¿Acaso el beso que habían compartido no había significado nada para él?
Regresó corriendo a su habitación para evitar que el mayordomo descubriera que estaba a punto de echarse a llorar.

Había pasado más de una semana y John no había regresado, Marie se paseaba por la casa como un alma en pena, ni siquiera cuidar el jardín lograba animarla. Nadie sabía decirle cuándo retornaba y su ausencia le había servido a Marie para darse cuenta de una cosa; se había enamorado de John O’Leary. La angustia de saberlo lejos y el deseo de que regresara pronto sólo podía deberse a un sentimiento: el amor.
El ruido de un carruaje acercándose a la casa provocó que su corazón dejara de latir por una milésima de segundos; fue hasta la ventana de su habitación y sus ojos se humedecieron cuando vio que John había regresado por fin. Bajó las escaleras enérgicamente y se detuvo cuando sus ojos azules hicieron contacto con los ojos del hombre que amaba.
John le dedicó una sonrisa; Marie percibió en sus ojos negros la misma ternura con que él la había mirado la noche en que la había besado. John abrió sus brazos y ella corrió hacia él.
-¡Pequeña!
-¡John, has regresado! ¡No sabes cuánto te he extrañado!
Él asió su rostro con ambas manos y luego de besarla apasionadamente le dijo:
-No tanto como yo a ti, Marie pero aquí me tienes… soy todo tuyo.
Ella lo abrazó con fuerza y apoyó su mejilla en su pecho, allí en donde el corazón de John latía al mismo ritmo que el suyo.
-Te amo, John –confesó Marie incapaz de ocultar la felicidad de tenerlo a su lado nuevamente.
-Yo también te amo pequeña –la miró a los ojos y ya no hubo necesidad de palabras.

Andrea Milano. Todos los derechos reservados.

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